martes, 31 de mayo de 2011

Lamentos en la oscuridad

"Hoy seguimos con la historia de El Carcelero. Este es el primer capítulo.
Espero que os guste.

-El Carcelero."


EL SEÑOR DE LA PRISIÓN

Sus gritos resonaban por toda la fría sala, traspasando tanto las gruesas paredes de piedra como las macizas puertas de hierro y se adentraban en las mazmorras recorriendo las celdas de los presos. 
Para los que ya habían sufrido las torturas de aquel ser, los gritos les sonaban familiares y les recordaban cuando ellos estuvieron ante él. A muchos se les saltaban las lágrimas al recordarlo o por el pobre infeliz que las sufría. Otros, con la mente ya nublada por el dolor y la demencia se tiraban al suelo gimoteando pidiendo clemencia al torturador, pensando que se encontraban ante él y que eran ellos los que gritaban de dolor.
Cuando los gritos cesaron, al cabo de casi dos días de intensa tortura, los guardias sacaron al pobre desgraciado de la cámara de juegos, tal y como la apodaban ellos. El hombre, ni siquiera se sostenía en pié, los guardias lo arrastraban por los brazos dejando un reguero de sangre hasta su celda.
El niño se giró hacia los otros prisioneros que tenía colgados boca abajo enfrente de la mesa de tortura. Mientras pensaba a quien le tocaría ahora, se relamía la sangre que le recorrían los brazos.
Los pobres infelices estaban atados de pies y manos y un casco sin aberturas les cubría la cabeza, así no podían ver como se torturaba a su antecesor pero si podía escuchar sus gritos de dolor.
El niño se acerco lentamente a uno de ellos, sin que este supiera que iba a ser el siguiente en sufrir.

-Señor…

Dijo una voz muy respetuosamente detrás de él.
El niño se giró lentamente y con una amplia sonrisa le habló al recién llegado.

-¿Qué desea mi buen Carcelero?

Este se acerco a él. Tuvo que cruzar la enorme sala y pasó cerca de la mesa de tortura, que estaba totalmente bañada en sangre y aun había en ella trozos de piel y carne de su última víctima.
Inclinando la cabeza y sin mirarle a los ojos le respondió aun más bajo.

-Tiene una visita.

El niño soltó un bufido de impaciencia mirando a sus juguetes colgados y se dirigió a la salida de la cámara.

-Diles a los guardias que limpien todo esto y que lleven a esos a sus celdas.

-Si mi señor.

-¿Hace mucho que vino?

-Llegó hace un día y medio señor.

El niño abrió la boca dejando relucir los dientes manchados de sangre.

-¿Por qué no se me informó antes?

-Señor… Vos siempre decís… -El Carcelero se inclino aún más y su voz se convirtió en un susurro. Que… Que nadie os moleste  cuando estáis aquí abajo.

-Supongo que no puedo decir nada si seguías mis ordenes... -Escupió al suelo un poco de sangre y se dirigió a la salida.

Cuando el niño se hubo marchado por la puerta y el carcelero supuso que ya no podría oírlo soltó un hondo suspiro de alivio. Pese a que a él jamás lo había torturado, ni siquiera pegado ni una sola vez, aquel ser le inspiraba un terror tremendo.
Al instante llegaron cinco guardias. Vestían unas armaduras negras decoradas con dibujos de gente agonizando o siendo torturada, emulando los tatuajes del niño. Todos, es decir, que todos excepto el carcelero y el niño, en aquella fortaleza prisión estaban brutalmente desfigurados por culpa de las torturas del niño, y los que no lo estaban… lo estarían cuando les llegara el turno. 
A los guardias, la poca carne que les dejaba ver las armaduras estaba totalmente cuarteada y llena de cicatrices que dejaban enormes surcos en la piel, ya que los guardias, también en su día fueron prisioneros que por algún motivo habían caído en gracia y el niño les había ascendido. Aunque con la naturaleza caótica de su señor podían volver a ser prisioneros por su mero capricho. 
Los guardias le miraron esperando ordenes. 
El carcelero le trasmitió los deseos de su señor. 
Después volvió a sus quehaceres diarios: La ronda por las celdas.

La fortaleza era inmensa. Pese a que él llevaba allí más tiempo que el que su memoria podía recordar, jamás la había recorrido por completo. Y no solo era eso, si no, que cambiaba de forma a cada hora que pasaba. Pese a eso, siempre que el señor lo necesitaba o tenía que hacer algún recado importante la fortaleza parecía como si lo llevara hasta su destino sin él ni siquiera mirar el camino por donde iba.  
Recorría un infinito pasillo lleno de celdas, todas ocupadas, las paredes eran de fría piedra negruzca, tan solo había unas pocas antorchas, cada una separada de otra por unas decenas de metros, por lo que todo estaba bañado con una oscuridad fantasmagórica tan solo rota por los pequeños puntos de luz que eran las antorchas. 
Los presos de vez en cuando gritaban o golpeaban las puertas de sus celdas en un intento de que alguien les prestara atención. Él, por supuesto, no era ese alguien. 
De las atenciones se encargaba el niño y cuando les llegara el turno desearían haberse quedado en su soledad toda la eternidad.

¿Por qué nos han abandonado en este lugar?

Se había preguntado no menos de un millón de veces. 
Pero esa pregunta era una de las miles que en su cabeza tenía. Aun recordaba cuando una vez, armado de valor y rompiendo el miedo que sentía por su amo le preguntó una de sus muchas dudas. En realidad ya no recordaba que le había preguntado, solo recordaba la respuesta. El niño cogió a seis presos y los torturó durante diez días seguidos haciéndoles más de mil torturas distintas. Le obligó a presenciarlas todas y le advirtió que si volvía a preguntarle algo su respuesta sería la misma pero esta vez consigo tumbado en la mesa de tortura.

Sinceramente, no lo sabía. Que estaban muertos todos, de eso estaba seguro. Él mismo, llevaba desde que llegó sin comer, sin beber  y ya se había olvidado de cómo se respiraba. La mayoría de los presos no comprendía su nuevo estado. Los pobres, se comportaban como vivos durante años, siglos y milenios, incluso cuando llevaban todo ese tiempo sin  recibir alimentos ni agua. Peor para ellos. Mientras antes seas consciente del nuevo estado, antes dejas de sufrir los dolores del hambre o de la sed. Incluso podías abstraerte del dolor de las torturas. Todos los Guardias lo habían conseguido en menor o mayor grado, por eso el niño ya no disfrutaba tanto torturándolos y los ponía a su servicio.

Y, ¿Mi alma?

Sigue conmigo… O ya me ha abandonado y solo soy un pedazo de carne que se mueve porque su cerebro aun no se hace a la idea de que ha muerto.

Pese a todas esas preguntas la que más le carcomía era el motivo de porque a él no lo había torturado jamás. Eso, jamás lo había entendido. ¿Por qué?  
 Abrió una puerta sin ni tan siquiera mirarla, abstraído tal y como estaba en sus pensamientos y no se dio cuenta donde estaba hasta que una voz le habló.

-Siempre apareces en el momento preciso, te iba hacer llamar.

El carcelero levantó la vista, y se asombró al ver que había llegado al salón del trono de su señor, ciento cuarenta y tres pisos por encima de la cámara de tortura y los pasillos por los que él se estaba paseando. 
La sala estaba totalmente a oscuras, nunca había descubierto si tenía fin, ya que no se veían paredes, excepto por la de la puerta por la que ahora estaba entrando. La pared donde estaba colocada se perdía en la inmensa oscuridad. Aunque tampoco ayudaba que la puerta nunca estuviera en el mismo sitio dos veces. 
Tan solo había un foco de luz azulada que provenía de un inexistente techo, ya que este no se alcanzaba a ver tampoco. Y justo debajo del foco de luz estaba el niño sentado en un enorme trono de color negro con unas vetas de un rojo incandescente que latían con fiereza. 
Sus pequeños pies colgaban juguetones sin tocar el suelo y una enorme sonrisa le cubría el rostro. A su lado había una figura que no se distinguía bien, recortada como estaba por un fondo negro. Pese a ello el carcelero sabía quién era. Era el mismo que le había hecho mandar llamar a su amo. No sabía cuan de los dos era más poderoso en ese reino de pesadilla y caos, aunque siempre intuía que era su amo, ya que este solo se ausentaba de la fortaleza para ir a buscar a más juguetes con los que divertirse y el otro siempre venia a visitarlo.

-¿Desea algo mi señor? Le dijo agachando la cabeza.

-Me ausentaré durante un tiempo. -El niño parecía distraído. Tengo que resolver unos asuntos. A mi vuelta traeré invitados. 

Durante un momento dejó de hablar y se quedó pensativo.

-¿Desea que preparé unas celdas cerca de la cámara de tortura?

El niño volvió en si, y le sonrío de una manera feroz.

-Oh… No, no. Haz el favor de no interrumpirme.

-Perdón mi señor. Su voz sonó repleta de terror. 

Al que el carcelero llamaba el Ángel Negro soltó un bufido de desprecio ante su actitud cobarde.

-Como te iba diciendo, mi impaciente siervo, es que a mi vuelta traeré invitados importantes, tanto como tú lo eres para mí y necesito que los reconozcas, uno a uno, que sopeses si podrán servirme bien...

El niño se quedo callado durante un buen rato, mirando a su siervo sin perder la sonrisa de su rostro. Eso siempre le ponía muy nervioso al carcelero, ya que normalmente era hosco y brutalmente despiadado con sus demás siervos, mientras que con él siempre sonreía de oreja a oreja.

-Y… Elijas a uno de ellos para sucederte.

Esto fue como una bofetada para el carcelero. De pronto se encontró de rodillas con la cabeza pegada al suelo pidiendo clemencia, por los largos siglos de servicio y el buen trabajo que siempre había hecho.
Una risa estridente retumbó por toda la sala. Al Ángel Negro le encantaba ver hasta qué punto se humillaban los hombres por salvar su forma de vida, aunque esta fuera realmente  patética.
El carcelero se sintió vacío. A él nadie le había elegido, él tuvo que valerse por si mismo para tener esa miserable vida, aunque no la cambiaría por ninguna de las otras en esa prisión.
Una pequeña mano le toco los grasientos cabellos y se los acarició suavemente. Al levantar la cabeza se encontró el rostro todavía sonriente de su amo.

-No te preocupes… Tu destino no es ser mi prisionero.

-¿Entonces? Consiguió decir en un susurro.

 -Ya lo veras… Ya lo veras…


Y aquí lo dejamos por hoy...



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